“¿EL PODER, PARA QUÉ?”
Zenair Brito Caballero
Cuando se ponderan en la vida la mayoría de los prejuicios, se ve
pasar el cortejo social como cuando desfila un circo, con fieras enjauladas,
muchachas con poca ropa y muchas cremas y colorines, payasos que cubren sus
tristezas con pelucas y narices postizas, musculosos trapecistas de pelo
entrecano y enanos que saltan y se empujan entre sí. Y se siente una
indiferencia glacial, nórdica, antártica, con un “me importa un comino”
dibujado en el rostro.
Por asociación de ideas, las bestias, bárbaros y brutos se asemejan
a los políticos que se pelan los dientes y se muestran las garras entre sí; las
muchachas a los maniquíes que representan la frivolidad, con siliconas y
remiendos incluidos; los payasos a los “honorables” que hacen el oso en los
debates parlamentarios; los trapecistas a los maromeros de las bolsas de
valores; y los enanos a los minúsculos personajes que entretienen y halagan a
los poderosos.
Entonces, cuando las ambiciones se han marchado, las nostalgias ya
no duelen y se descubre que lo mejor que tiene la vida son los niños, el agua y
las flores. Se magnifica la grandeza de los humildes, la de quienes suben al
podio empujados por el esfuerzo y el sacrificio; ascienden a los altares por
los méritos de su entrega al servicio de los semejantes; triunfan en el arte o
el deporte y buscan a los desvalidos para compartir con ellos las mieles de sus
éxitos; o se topan con la suerte y no se marean con la riqueza y el poder.
Jesús de Nazaret hizo su “campaña” evangelizadora comenzando por
entrar triunfante a Jerusalén en un burrito prestado y transmitió sus mensajes,
que han trascendido los siglos, en un lenguaje simple, para que sus enseñanzas
permearan las mentes de los humildes.
No tuvo el Maestro Jesús, según narran las escrituras, segunda
muda. La túnica íntegra, que fue todo el ajuar que le prepararon la Virgen
María y Santa Ana, crecía con Él y le duró hasta que se la jugaron a los dados
los soldados romanos, lo que quiere decir que todavía estaba en buen estado.
Con esa actitud humilde, Jesús Misericordioso, a quien por fortuna
para los cristianos no le gustó la carpintería, instituyó una doctrina
religiosa que ha trascendido los siglos.
Mahatma Gandhi, el filósofo del pacifismo, por su parte, se enfrentó
al poderoso imperio británico, reclamando para su pueblo hindú la independencia
a la que tenía derecho, usando únicamente el poder de la palabra y una actitud
pasiva que resultó superior a la arrogancia de los ingleses y a sus armas.
Pobre de solemnidad, al Mahatma tampoco le preocupaba mucho la
ropa. Él mismo tejía las telas y elaboraba las túnicas, que no variaban en
estilos y colores, porque su idea no era competir con Armani o Saint Laurent,
sino cubrirse lo indispensable. Sentado en el suelo con las piernas cruzadas,
impartía órdenes a sus seguidores, para orientar una resistencia pasiva que dio
sus frutos y la India recuperó su independencia.
Estos ejemplos, la tranquilidad conquistada, la ambición superada,
los buenos libros y el sol que sale cada día, nos permiten decir entonces: “¿El
poder, para qué?”