LA
CORRUPCIÓN ES EL CÁNCER TERMINAL DE VENEZUELA
Zenair
Brito Caballero
Es el pan nuestro de cada
día. No hay un solo estrato social que no la comente y los medios también hacen
eco del mismo tema. Son aterradores los informes y los datos sobre la corrupción
en nuestro país. Es tan avasallador el fenómeno que nos está acabando de una
manera alarmante: “se están robando al país y estamos los venezolanos y
venezolanas “en las entrañas del monstruo”.
Los columnistas de opinión
más leídos tanto de los diarios nacionales como regionales, se han vuelto
monotemáticos en torno a la corrupción y es comprensible. En uno de mis
artículos publicados sobre el problema de la corrupción en Venezuela, en mi
habitual estilo directo de llamar las cosas puntualice: “Sospecho cada vez con
más firmeza que la corrupción se chupó a este país, sobre todo ante los
escándalos de los últimos días”.
Y sigo afirmando lo mismo,
pero tomando un término de la medicina aplicado al cáncer: La corrupción en
Venezuela está en fase terminal. El flagelo está carcomiendo no solo el tejido
moral, el tejido político y el tejido social, el tejido y los órganos de la
justicia, el tejido y los órganos parlamentarios, el tejido y los órganos de la
administración pública, el tejido y los órganos de muchas universidades, y
otros sectores de la sociedad, está carcomiendo también el tejido de la
racionalidad y de la lógica e incluso el tejido del sentido común.
Como diría José de Souza
Saramago, Premio Nobel de Literatura en 1998 en su “Ensayo sobre la ceguera”,
nos estamos quedando ciegos. Pero en contra de lo que algunos puedan pensar, lo
plantea el escritor Rafael Lomeña Varo en su libro “El poder y la corrupción:
Un fenómeno social con cáncer terminal”, no debemos buscar sus orígenes
exclusivamente en regímenes totalitarios ni democráticos, capitalistas ni
comunistas, ultra derechistas ni ultra izquierdistas, pues su génesis parece
esconderse en lo más oscuro de la condición humana, apestada por la codicia y
el ansia de poder.
Uno de los pasajes más
impactantes de la película “El silencio de los inocentes”, es cuando el caníbal
Haníbal Lecter le entrega a la aprendiz de detective Clarice Starling la clave
conceptual para resolver el secuestro de la hija de una senadora: “La codicia y
el ansia de poder son los sentimientos que conducen a la irracionalidad”.
El cáncer de la corrupción
nos enceguece hasta el punto de perder los ojos del sentido común y llegar a
hablar del “derecho” de los funcionarios corruptos a apropiarse de los
presupuestos públicos, siempre y cuando ejecuten con las migajas que dejan,
alguna obra para servicio de la comunidad. Lo malo, según esta creencia es
“robar y no hacer”, pero es permisible y hasta necesario “robar y hacer”. Es
frecuente toparse con gente del común lanzando expresiones como esta: “Qué tipo
tan inútil ese, manejó miles de millones de bolívares como funcionario público,
y salió igual de pobre que como entró”.
En Venezuela, lo normal es
que el funcionario público robe, lo anormal y cuestionable es que salga limpio.
Es la cultura de la corrupción que se posó, como cáncer incurable, en el
inconsciente colectivo, y allí se quedó. De allí lo difícil de su erradicación.
Ojalá que el despertar
impulsado por el incesante martillar de un periodismo de opinión cada vez más
valeroso y comprometido con la verdad, la justicia y las buenas costumbres,
tenga el impulso necesario para que los que tienen la obligación de hacerlo
apliquen la terapia necesaria al peor cáncer de la sociedad venezolana: el de
los delincuentes de cuello blanco.