CUANDO SE PIERDE LA FE
Zenair Brito Caballero
La fe, como estado de conciencia, como adhesión a una proposición que no
goza de certidumbre ni puede ser demostrada, o como aceptación que va más allá
de la evidencia lógica o perceptiva, es el sentimiento más arraigado y
desarrollado en todos los seres humanos.
Nosotros, como ninguno de los entes que nos acompañan en la aventura de
la vida, nos encontramos ante la permanente encrucijada de creer o no creer, de
confiar o dudar, de recelar o asegurar lo azaroso de las contingencias que se
nos presentan.
Mas nuestra pequeña dimensión de lo que somos, de lo que sabemos y de lo
que podemos, nos obliga necesariamente a tener fe, a confiar en algo o en
alguien, habida cuenta que sin esperanzas o sin ilusiones, jamás alcanzaríamos
un poco de seguridad, y sin garantía nunca podríamos arrostrar las vicisitudes
sociales a las que generalmente estamos expuestos.
La fe es, de modo general, una creencia; pero una creencia determinada
por el interés que tal o cual hecho nos conmueve. Un ambicioso utilitarista,
por ejemplo, tiene fe en las ganancias exorbitadas de su negocio o de su
empresa; los padres tenemos inquebrantable fe en el porvenir de nuestros hijos;
una mujer deposita su fe en el cariño y en la protección de su esposo,
etcétera.
Es por esto que la fe es un convencimiento voluntario, es una fuerza del
espíritu que nos impulsa a creer en las cosas que se quiere que sean, no como
probables, sino como seguras. Y esto es así, porque entre las cosas que no
vislumbramos con exactitud, siempre están aquellas en las que creemos.
Por ello es que la fe se basa en la certidumbre que no somos engañados
y, por esto mismo, damos crédito a una cosa, no porque veamos que es tal, sino
porque estamos persuadidos con la ilusión o la creencia que subjetivamente nos
acompaña. Sin embargo, y aun cuando “todo es más fácil si en la fe se fía”,
como asienta el verso final de un soneto de Lupercio; y aun cuando,
análogamente, “quien pierde la fe ya no puede perder más”, según la sentencia del
poeta latino del siglo primero antes de Cristo, Publio Siro, nadie puede negar
que en más de una vez suele perderse la fe, pese a que sólo sea en una mínima
parte de la infinita gama de cosas o de hechos que a nuestro derredor
acontecen.
De esta manera, muchas veces, sin quererlo, hemos perdido la fe en la
justicia como “reina y señora de todas las virtudes”, según la definió el más
grande orador que tuvo Roma, Marco Tulio Cicerón (106 – 43 a. de C.), o en los
jueces que dejan impunes muchos delitos, pero que condenan a no pocos
inocentes.
Hemos perdido la fe en la medicina, cuando ésta resulta peor que la
enfermedad, como lo señala el poeta romano Publio Virgilio (70 – 19 a. de C.),
en su poemario Eneida; en algunos médicos que exhiben en el cementerio los
mejores trofeos de su profesión, según los versos finales del poeta y
dramaturgo español Manuel María de Arjona (1585 – 1614), en su irónica obra “A
un Médico”.
Hemos perdido la fe en ciertos amigos y amigas a quienes, alguna vez,
desinteresadamente ayudamos o protegimos, que en lugar de reciprocarnos las
atenciones recibidas o los favores prodigados, nos muerden la mano, no como
perro (el perro es noble y fiel con quien le demuestra su afecto), sino como el
más venenoso de los ofidios, o el más agresivo de los animales salvajes.
Hemos perdido la fe en quienes, ocultando la amargura de la falsedad,
nos engañaron con la apariencia de los más deliciosos almíbares. Hemos perdido
la fe en el matrimonio, que en vez de funcionar como el más polífono de los
dúos, desentona como el más desafinado de los duetos.
Hemos perdido la fe en no pocos hombres, que situados en la cumbre de
nuestra decantada admiración, de pronto se desploman, al advertir sus
perversidades, sus deslealtades o felonías. Con todo, si perdiéramos la
fe en algo o en alguien, nos quedan muchísimas cosas en las que podemos seguir
teniendo fe, toda vez que si perdiéramos la fe en todo cuanto nos rodea, sería
preferible morir, dado que la fe, sin ser la primera de las virtudes, es, por
lo menos, el mayor de nuestros consuelos.
La expresión “la fe mueve las montañas”, tiene su origen en el pasaje de
San Lucas, capítulo 17, donde se cuenta que Jesús dijo: “…pues en verdad os
digo que si tuviesen fe siquiera como un grano de mostaza, diréis a este monte:
pásate de aquí allá y se pasará y nada os será imposible”.
La fe es el mejor abrigo y el más fuerte escudo para la seguridad de
nuestro camino; por eso yo, permítase que sin ser vanagloriosa diga yo, sigo
conservando y robusteciendo mi fe, no obstante que en más de una vez, me haya
querido traicionar la desesperanza. Es,
pues, la Fe, la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve.
(Hebreos 11:1)
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