¿QUIÉNES SON LOS
FARISEOS Y MEDIOCRES DE NUESTRA
SOCIEDAD?
Zenair Brito
Caballero
Son
aquellos (as) que dan la apariencia de ser encantadores; todo lo fundan en la
aceptación social o política. Hacen creer que están inundados de conocimientos
y expresan sus opiniones, más bien sus prejuicios o caprichos, con un notorio
desparpajo, con una soltura tal que por sí misma les conferiría la condición de
hombres de mundo.
Engañan
a los incautos. Se muestran como personas serviciales o solícitas, cuando no
hacen sino obedecer a cálculos mezquinos, algo que luego cobran con el carácter
de una recompensa. Arrastran un egoísmo insalvable. El interés es su motivación
primordial. Nunca conceden nada a cambio de nada. En su interior se saben poca
cosa, pero eso lo compensan con maneras cortesanas y un andar insolente que les
granjea, en ocasiones, aplausos de compromiso. Y eso los envanece.
Hablan
en los pasillos, despotrican a espaldas de los incriminados, se hacen los
valientes detrás del burladero de la cobardía y llevan y traen cuentos en tono
de murmuración. No soportan la existencia de alguien que sea independiente u
honrado, porque ellos necesitan prosperar a la sombra de alguien, con la
aquiescencia de alguien. En esto son expertos. Halagan, intrigan y dejan caer
ante el interlocutor de turno unas falsas migajas de preocupación sobre temas
éticos.
Por
supuesto, confunden ética con moral. Como no tienen un sentido de lo universal,
lo pequeño les merece una atención neurótica, obsesiva. El chisme y la burla
les interesan como una forma de dañar un prestigio, no como una opción de
ridiculizar la solemnidad.
Tienen
tan poco sedimento cultural que cualquier tontería les parece una muestra
encomiable de ingenio. Confunden la sabiduría con el ardid, se ufanan de sus
pequeños éxitos materiales y suponen que el espíritu se reduce a la exhibición
impúdica, con ojos entrecerrados, de una fe dominguera y sospechosa.
La
noción de Dios, por supuesto, se les prefigura como un patético cuadro de
viernes Santo, con truenos, lluvia torrencial y nubes arreboladas. Quien más
les recuerda su propia idiosincrasia es Poncio Pilatos. Lavarse las manos es,
para ellos, una forma de genialidad o de viveza. Nunca aparecen, nada hacen con
el pecho por delante, jamás se exponen a una cornada.
La
oscuridad es su reino, donde más cómodos se sienten. Allí urden y alimentan
envidias, recelos y aversiones, los cuales expresan con la advertencia de que
eso no es de su coleto sino que proviene de la maledicencia ajena, siempre tan
ruin y desvergonzada, según piensan para sí.
Después
que se cruzan con un hombre de bien, en su intimidad hacen una mueca de
perplejidad y descreimiento. Les parece irreal. No conciben que haya alguien
distinto a ellos, que repose en sus antípodas, sin hacerle venias a la liviandad
o al oportunismo. Son, en el lenguaje común, unos paquetes que se
autocomplacen.
Sin
jamás haber dictado una clase en una universidad de prestigio o una
conferencia, ni nunca haber escrito una página siquiera aceptable en un
periódico de los más leídos, fungen con vana prepotencia de poseer una
inteligencia noble y cultivada.
Mostrarse
como son les significaría el descrédito o la muerte pública. Los libros les son
ajenos. La literatura o el arte les son indiferentes, tal vez fastidiosos o
innecesarios. Creen que la vida es el cuerpo, la ropa, los zapatos y un andar
vanidoso por los pasadizos de un club.
Lo
subjetivo nada les dice, y lo objetivo lo conminan a las apariencias, donde el
ser humano se siente igual a los demás, es decir, donde es más fácilmente
aceptado por los demás. Los errores humanos, los de los otros, los califican en
blanco y negro. Excepto los suyos, los yerros merecen el infierno.
Nunca
ven colores, jamás miran la contrafaz de las cosas, porque su talante tiende a
excluir por conveniencia y a complacer por abyección. El amor no les atrae sino
como un detalle instrumental, objeto de vanagloria. La simplicidad de sus almas
se regodea en la televisión, en el cine barato o en las telenovelas de
truculento acontecer. Pero lo que más los distingue es la superficialidad.
No
les interesa la ciencia, que poco entienden, pero hacen de sus vidas una
especie de ciencia-ficción, la cual adoban con un vano apego al dudoso brillo
de los desechos tecnológicos. Aprovechan, claro, cuanta oportunidad aparezca de
hacerse invitar, sea viajes o fiestas. En aquéllos no ven más allá de lo que
permite la ventanilla de un avión, el concreto de unos edificios o el ambiente
selvático y lujurioso de ciertos parques; de éstas sólo les interesa la
posibilidad de lucirse con trivialidades o de adquirir nuevas víctimas para sus
indeclinables y prosaicas apetencias. Son, en resumidas cuentas, pequeños
hombres y mujeres de medianos triunfos, endebles notoriedades, infatuados
fariseos, mediocridades irremediables…
britozenair@gmail.com