¿EXISTE
DE VERDAD UNA ÉTICA DE LOS SENTIMIENTOS?
Zenair
Brito Caballero
Reflexionaba
yo sobre si en torno de los sentimientos cabía una reflexión ética, cuando se
me apareció una respuesta de Fernando Savater. En efecto, al interrogar una
periodista en la TVE al filósofo y notable escritor español acerca de si él
estaba decidido a hacer una defensa de la tauromaquia a través de su libro
Tauro-ética, éste respondió:
"La moral tiene que ver con la relación con nuestros semejantes. No obtener placer de la tortura puede corresponder a una visión de buen gusto o a una estética de los sentimientos. Pero afirmar que la persona a la Dejando los toros a un lado, en esa respuesta hallé la raíz de mis reflexiones. Es evidente que la actitud de rechazar el placer que surge de la tortura es algo de buen gusto, algo estéticamente defendible, si se presume que en las corridas se somete al animal a una tortura deliberada que estimula el placer morboso de las personas que asisten a verlas que le gustan los toros es inmoral, es un error".
En
esa línea, podría también plantearse que quien goza, o simplemente no se inmuta
con la inmolación de los sentimientos ajenos, incurre en un oprobio contra la
ética de dichos sentimientos, cuya validez no sólo emerge de nuestras
profundidades biológicas sino que, como noción o realidad, hace parte de un
modo de ver el mundo, de una cultura, la que, para el caso de Occidente, se
apoya en dos mil quinientos años de pensamiento alrededor de la conciencia
individual.
Si,
al decir de Savater, el sufrimiento es la visión racional del dolor, o, de otro
modo, es el dolor pasado por la humanidad, podemos concluir, al menos en el
terreno de las especulaciones, que el sufrimiento nos enaltece como seres
racionales y nos humaniza como seres vivos. ¿Es posible vivir sin sentimientos,
sin buenos sentimientos? Parece que sí.
El neurofisiólogo Rodolfo Llinás, cuyo cerebro, para gloria de sí mismo, no alberga más que funciones físico-químicas, nos legó esta perla: "Mire, el bien y el mal son pendejadas nuestras. La gente hace lo que hace por conveniencia".
El neurofisiólogo Rodolfo Llinás, cuyo cerebro, para gloria de sí mismo, no alberga más que funciones físico-químicas, nos legó esta perla: "Mire, el bien y el mal son pendejadas nuestras. La gente hace lo que hace por conveniencia".
Olvida
Llinás que Aristóteles discurrió sobre lo bueno como sinónimo de felicidad,
solicitando para ello el ejercicio de la razón, cierta seguridad económica y un
grado importante de libertad personal; que Epicuro asimiló lo bueno al placer,
distinguiendo entre placeres sensibles, inmediatos y fugaces (vida social,
comida y bebida), y placeres superiores, perdurables, referidos a la vida
intelectual y estética; que Emmanuel Kant habló de lo bueno como de una buena
voluntad, atenida ésta no sólo a un obrar de acuerdo con el deber sino por
respeto al deber, y guiada exclusivamente por la razón; que Jeremías Bentham y
John Stuart Mill vieron lo bueno como lo útil, preguntándose en qué consiste lo
útil y a quién beneficia.
De
manera que la pendejada es la proposición de Rodolfo Llinás, quien con su
afirmación desconoce miles de años de historia del pensamiento, ya que todo
pretende reducirlo a experimentos de laboratorio que él interpreta de acuerdo
con su criterio organicista, con exclusión del valor de la filosofía del
conocimiento y de la bioética.
Si
la gente procediera sólo por conveniencia habría que borrar de los sentimientos
humanos el sentido de la solidaridad, la compasión, la ternura y el amor, y su
lugar sería ocupado por el egoísmo, la indolencia, la violencia y el instinto
primario de posesión animal. ¿Que eso es lo que somos? La vida, la cultura, los
libros y la sabiduría que no se origina en los laboratorios de neurofisiología
de Nueva York nos dicen que somos mucho más que eso.
Por
ejemplo, aceptamos que el valor fundamental de la moral, como atributo de la
libertad, es la bondad, y que la naturaleza de lo bueno se da si existe
concordancia entre el interés personal y el interés general, es decir, si somos
capaces de contribuir con nuestros actos a la transformación de las condiciones
sociales y psicológicas en las que se aposenta la infelicidad de la
mayoría.
¿Existe
de verdad una ética de los sentimientos? Si no existiera habría que inventarla.
Porque si se procede sólo al impulso de las conveniencias propias, ¿quién
define los alcances de dichas conveniencias? Y así, ¿qué quedaría de la ética?
¿Dónde quedaría el bien común, y el respeto por el otro, sin cuya mirada nunca
seríamos lo que somos? ¿Le debemos algo a quien algo nos ha brindado de lo
mejor de su ser? Yo diría que sí. Y en eso consiste la ética de los
sentimientos. En ponernos por encima de aquello que nos impide mitigar el dolor
que somos capaces de causar.
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