“LA
SUMISIÓN Y LA RENUNCIA DE BENEDICTO XVI”
Zenair
Brito Caballero
(britozenair@gmail.com)
Tras renuncia de Benedicto XVI,cae rayo en Basílica de San Pedro |
Renunció
Benedicto XVI a su papado y el mundo católico se estremeció por la sorpresa y
se nubló por la incredulidad. Los periodistas reburujaron en la historia y
hallaron que este hecho no ocurría desde hace 600 años; los fieles del mundo no
ocultaron su desconcierto y los indiferentes, luego de una mirada oblicua a la
noticia, siguieron en su actitud impasible, como si el mundo estuviera
restringido a su impávido egoísmo.
El
heredero de san Pedro, en cuya fe habita la noción del Espíritu Santo, sintió
los estragos de la vida, que en la carne son como una carcoma. Aquí perdió el
hombre, pero ganó la conciencia. No es cualquiera el que abdica de un poder
inmenso e incontrastable. Despojarse voluntariamente de un reinado absoluto
sobre su rebaño en previsión de que de la disolución corporal afloren los
estigmas más penosos, sólo es dable a quienes tienen una elevada conciencia de
sus deberes y de sí mismos, a quienes se saben transitorios, a quienes no lían
su misión con el espejismo de la inmortalidad. El brillo de la decisión de
Benedicto radica en que su renuncia no se refiere a un poder sobre las cosas
tangibles, sino a lo más sensible con que los feligreses se sienten unidos a su
Dios: a través de la modestia de su corazón.
Renunciar
al corazón de los fieles, dimitir del hermético dominio sobre eso que se conoce
como el alma humana, es una lección de humildad.
¿Qué podrán decir de esto
aquéllos que se envanecen con los halagos del poder político o económico?
Buscar preeminencias y subordinarse a ellas, perder el sentido de la brevedad
de todo lo existente, adquirir una idea grandiosa de sí mismo, maniobrar con
deshonestidad para aferrarse a los privilegios, no es una demostración de
excelsitud sino de envilecimiento. La enseñanza que deja el gesto del Sumo Pontífice,
un hombre que gravita en el misterio que anida en las entrañas de su grey, debe
ser un ejemplo amargo para la débil contextura moral de los ambiciosos. Ante la
precaria dimensión ética de quienes piensan que el poder se justifica por sí
mismo y de que todo es admisible para obtenerlo y preservarlo, la decisión de
Benedicto XVI, aunque a ellos les importe un bledo, debe ser como un rayo que
deja en polvo de astillas los árboles rancios y podridos que, como cadáveres de
la codicia humana, sólo representan la cara innombrable del paisaje. Es un
problema de valores: el desprendimiento y la generosidad enfrentados a la
sordidez y la avaricia.
Ahora
dirán que Benedicto lleva sobre sus espaldas el lastre de unos disimulos (debe
recordarse que él pidió perdón por esos hechos) ante casos de pedofilia en la
Iglesia cuando él era el encargado de dirigir la Congregación para la Doctrina
de la Fe, o de que en un principio se opuso a la utilización del preservativo
para reducir en África la transmisión del virus del Sida. Graves errores, sin
duda, que su Dios sabrá escarmentar.
Sus
enemigos morales, sin embargo, andan ufanos porque en una película sobre la
vida de Abraham Lincoln se desvela cómo fue posible, sobornando a los
legisladores de aquel entonces con sinecuras y nepotismos, que se aprobaran las
leyes contra la discriminación y la esclavitud.
Olvidan
tan diligentes contradictores, acostumbrados a igualar por lo bajo y a estirar
la cuerda de la corrupción hasta límites impensados, que mientras Lincoln hacía
politiquería con un fin superior, lo cual no lo exime de nada, ellos la hacen
para llenarse las alforjas y para mantener amarrado a sus intereses el
andamiaje electoral, tan podrido como aquellos árboles rancios ya descritos
que, como cadáveres de la codicia humana, sólo representan la cara innombrable
del paisaje.
El
ejemplo de Benedicto es hiriente y desproporcionado porque aquí nadie renuncia
a nada, y porque el poder inmaterial, por ser superior, no es comparable con el
poder terrenal. No se debe olvidar que en nuestros negocios públicos no hay un
solo contrato que esté exento de coimas y embaucamientos, y nada pasa, nadie
renuncia ni nadie es obligado a renunciar. Aquí el decoro personal es una
planta exótica, una letra muerta. En ese escenario nadie luce diferente. Si
alguien pretende encarnar una actitud honorable, en el lodazal del poder le
enseñan a mezclar la lealtad con el contubernio y la gratitud con la
complicidad. Y todo en medio de mojigangas, callados recelos y falsas
cortesías.
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