miércoles, 27 de febrero de 2013

LA SUMISIÓN Y LA RENUNCIA


“LA SUMISIÓN Y LA RENUNCIA DE BENEDICTO XVI”
Zenair Brito Caballero 
(britozenair@gmail.com)

Tras renuncia de Benedicto XVI, 

cae rayo en Basílica de San Pedro

Renunció Benedicto XVI a su papado y el mundo católico se estremeció por la sorpresa y se nubló por la incredulidad. Los periodistas reburujaron en la historia y hallaron que este hecho no ocurría desde hace 600 años; los fieles del mundo no ocultaron su desconcierto y los indiferentes, luego de una mirada oblicua a la noticia, siguieron en su actitud impasible, como si el mundo estuviera restringido a su impávido egoísmo.

El heredero de san Pedro, en cuya fe habita la noción del Espíritu Santo, sintió los estragos de la vida, que en la carne son como una carcoma. Aquí perdió el hombre, pero ganó la conciencia. No es cualquiera el que abdica de un poder inmenso e incontrastable. Despojarse voluntariamente de un reinado absoluto sobre su rebaño en previsión de que de la disolución corporal afloren los estigmas más penosos, sólo es dable a quienes tienen una elevada conciencia de sus deberes y de sí mismos, a quienes se saben transitorios, a quienes no lían su misión con el espejismo de la inmortalidad. El brillo de la decisión de Benedicto radica en que su renuncia no se refiere a un poder sobre las cosas tangibles, sino a lo más sensible con que los feligreses se sienten unidos a su Dios: a través de la modestia de su corazón.

Renunciar al corazón de los fieles, dimitir del hermético dominio sobre eso que se conoce como el alma humana, es una lección de humildad. 

¿Qué podrán decir de esto aquéllos que se envanecen con los halagos del poder político o económico? Buscar preeminencias y subordinarse a ellas, perder el sentido de la brevedad de todo lo existente, adquirir una idea grandiosa de sí mismo, maniobrar con deshonestidad para aferrarse a los privilegios, no es una demostración de excelsitud sino de envilecimiento. La enseñanza que deja el gesto del Sumo Pontífice, un hombre que gravita en el misterio que anida en las entrañas de su grey, debe ser un ejemplo amargo para la débil contextura moral de los ambiciosos. Ante la precaria dimensión ética de quienes piensan que el poder se justifica por sí mismo y de que todo es admisible para obtenerlo y preservarlo, la decisión de Benedicto XVI, aunque a ellos les importe un bledo, debe ser como un rayo que deja en polvo de astillas los árboles rancios y podridos que, como cadáveres de la codicia humana, sólo representan la cara innombrable del paisaje. Es un problema de valores: el desprendimiento y la generosidad enfrentados a la sordidez y la avaricia.

Ahora dirán que Benedicto lleva sobre sus espaldas el lastre de unos disimulos (debe recordarse que él pidió perdón por esos hechos) ante casos de pedofilia en la Iglesia cuando él era el encargado de dirigir la Congregación para la Doctrina de la Fe, o de que en un principio se opuso a la utilización del preservativo para reducir en África la transmisión del virus del Sida. Graves errores, sin duda, que su Dios sabrá escarmentar.

Sus enemigos morales, sin embargo, andan ufanos porque en una película sobre la vida de Abraham Lincoln se desvela cómo fue posible, sobornando a los legisladores de aquel entonces con sinecuras y nepotismos, que se aprobaran las leyes contra la discriminación y la esclavitud.

Olvidan tan diligentes contradictores, acostumbrados a igualar por lo bajo y a estirar la cuerda de la corrupción hasta límites impensados, que mientras Lincoln hacía politiquería con un fin superior, lo cual no lo exime de nada, ellos la hacen para llenarse las alforjas y para mantener amarrado a sus intereses el andamiaje electoral, tan podrido como aquellos árboles rancios ya descritos que, como cadáveres de la codicia humana, sólo representan la cara innombrable del paisaje.

El ejemplo de Benedicto es hiriente y desproporcionado porque aquí nadie renuncia a nada, y porque el poder inmaterial, por ser superior, no es comparable con el poder terrenal. No se debe olvidar que en nuestros negocios públicos no hay un solo contrato que esté exento de coimas y embaucamientos, y nada pasa, nadie renuncia ni nadie es obligado a renunciar. Aquí el decoro personal es una planta exótica, una letra muerta. En ese escenario nadie luce diferente. Si alguien pretende encarnar una actitud honorable, en el lodazal del poder le enseñan a mezclar la lealtad con el contubernio y la gratitud con la complicidad. Y todo en medio de mojigangas, callados recelos y falsas cortesías.  

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