¿SE
HA CONTAMINADO LA DEMOCRACIA CONTEMPORÁNEA?
Zenair
Brito Caballero
(britozenair@gmail.com)
Quienes han venido leyendo y siguiendo
con cierto detenimiento algunos de mis artículos de opinión sobre democracia
participativa y representativa, seguramente habrán caído en la cuenta de cuán
nebulosas son nuestras ideas y cuán apegados nos sentimos todavía a los
trillados conceptos de nuestros viejos manuales.
La política, sin embargo, es un
acontecer sinuoso lleno de contingencias y sesgos imprevistos, y hace que la
razón práctica de los gobernantes vaya creando inéditas respuestas para cada
tiempo. No obstante, de esta compleja multiplicidad podemos rescatar tres o
cuatro cuestiones de las más serias que la democracia de nuestro tiempo nos
plantea.
En primer lugar, la ciencia y la
experiencia política de estos dos o tres últimos siglos nos han mostrado que la
participación del pueblo es lo prioritario y fundamental. Hacer que todos los
ciudadanos, con entera libertad e igualdad de recursos, tengan acceso a las determinaciones
y gestiones del bien común.
La representación aparece luego como
el camino más adecuado para este acceso del llano pueblo a la ordenación y
conducción de la comunidad. Pero, al mismo tiempo, de sobra se ha
experimentado que la educación moral y la cultura cívica son las grandes tareas
en que el pueblo debe empeñarse para lograr siquiera una relativa madurez
humana.
Gente obtusa y ruda no puede digerir
una auténtica democracia; una y otra vez querrán volver al cacicazgo. Se
comprende bien, entonces, por qué a ciertos pueblos culturalmente
subdesarrollados se les hace cuesta arriba practicar la democracia. Y parece
mentira que la torpeza de ciertos líderes solo piense satisfacer a la pobre
gente con pan y circo.
Frente a la práctica de la representación
por medio de los partidos, la crítica es mucha más severa y de más difícil
solución. Porque los partidos políticos, que de primera intención parecen
ser los canales naturales de formación y expresión de la opinión pública, se
hallan hoy día frecuentemente desnutridos y desorientados, sin doctrina y sin
dinamismo.
A la hora de las elecciones se los
convoca y a la hora de la revolución o alzamientos se los exacerba. Ni
siquiera a los más inexpertos se les escapa que las “listas sábanas” con que
los partidos concurren a las elecciones se hallan muy lejos de una robusta
conciencia de bien común.
Los partidos se condenan y se
vilipendian recíprocamente en el trayecto de las largas jornadas electorales.
Los ciudadanos que son elegidos y van al Parlamento u otros cargos electivos no
representan al pueblo, sino a sus propias agrupaciones partidarias; y en el
peor de los casos solo emiten su voz y su voto, dogmáticamente atados al
dictamen de sus caudillos; son simples embajadores de sus virreyes. Todo
ello, con su buena dosis de exageración o como se quiera, está indicando grosso
modo el descrédito con que funciona la representación del pueblo a través de
los partidos.
Así
pues, la democracia auténtica es más un horizonte político de libertad e
igualdad y autonomía, regalo del cielo antes que logro de nuestra penosa
historia. No podemos olvidar, sin embargo, que la democracia contemporánea
se ha envenenado en este último siglo que ha pasado con una doctrina tóxica de
una incalculable trascendencia cultural.
Hablamos
del relativismo agnóstico que ha quitado todo fundamento roqueño a la cultura
del hombre. No hay principios ni valores ciertos y firmes que den sentido
último a la existencia humana. “Nada es verdad ni mentira; solo es según el
color del cristal con que se mira.” Vivimos y convivimos a la deriva, como los
camalotes llevados por la creciente o los cascotes de la calle que de tumbo en
tumbo arrastran los raudales de los grandes aguaceros de verano.
Sólo hay que afanarse por lo útil y
placentero del aquí y del ahora. Consuela pensar que dos grandes filósofos
franceses, J. Maritain y H. Bergson, han afirmado casi al mismo tiempo, en años
de la Segunda Guerra Mundial, que la democracia tiene raíces bíblicas y que
Cristo ha traído al mundo la más profunda igualdad con que pueden fraternizar y
convivir los seres humanos todos.
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