¡NO
SOY UNA MUJER INVISIBLE!
Zenair Brito Caballero britozenair@gmail.com
Hace casi un lustro
escribí en un articulo de opinión la triste historia de un anciano librero, a
quien conocí en una muy buena librería, en mi época de catedrática
universitaria. El anciano que sabia de mi profesión me contó en una ocasión su
triste historia, a propósito del título de un libro de Psicología que le
compré.
Él vivía deprimido y,
además, resentido con su familia pues ya viudo, sus hijos lo habían relegado a
un plano de inexistencia. Sus hijos, sus nueras y sus nietos lo ignoraban;
tanto que él llegó a pensar que era invisible para ellos. La gota que rebosó la
copa de la amargura surgió una mañana sabatina, cuando la familia de uno de sus
hijos con quien vivía se iba de paseo y él, muy optimista, esperaba en la parte
superior de la puerta de salida que lo llevaran con ellos. Sin embargo, todos
pasaron junto a él sin mirarlo y mucho menos despedirse.
Acongojado y lleno de
amargura, envolvió sus pocos enseres, las fotos de su difunta esposa y sus
preciados libros y huyó de la casa del hijo ingrato con quien vivía. En un
centro comercial montó su puesto de librero y allí fue donde lo conocí y me
narró su triste historia, la que hace casi un lustro conté en un articulo de
opinión.
Durante un tiempo dejé de
ir a su librería, para no apenarme al verlo. Cuando una mañana de sábado volví,
ya no lo encontré; según me dijo otro librero, el anciano había muerto. Durante
muchos años, la congoja que el anciano me transmitiera con su historia, me
acompañó.
Era imposible olvidarme
de su cara de aflicción mientras me narraba esa parte de su vida. Ahora, cuando
yo misma me voy acercando a los albores
de la tercera edad, estaba el otro día revisando las copias virtuales de mis
escritos (narraciones, monografías, tesis, ensayos, la obra periodística,
etc.), cuando encontré mi artículo publicado en varios diarios regionales sobre
“El hombre invisible”.
Su lectura me llenó de
nostalgia, pero también me hizo nacer la siguiente reflexión, la cual quiero compartir
contigo, amable lector: Dicen que a cierta edad, después de los cincuenta, nos
hacemos invisibles, porque nuestro protagonismo en la escena de la vida declina
y, así, nos volvemos inexistentes para un mundo en el que sólo cabe el ímpetu
de los años jóvenes.
Yo no sé si me habré
vuelto invisible para el mundo; tal vez sea así, tal vez no. Pero nunca como
hoy estoy tan consciente de mi existencia, nunca me sentí tan protagonista de
mi vida y nunca disfruté tanto de cada momento como ahora, cuando ya no tengo
que cumplir horarios en la universidad, ni en mi consulta privada, ni debo
responder por actividades laborales.
Sé que no soy la bella
princesa del cuento de hadas y que no necesito soñar con el príncipe azul,
montado en un caballo blanco, ni tengo que dejarme crecer el pelo largo, muy
largo como Razpunsel para que el príncipe pueda salvarme de la torre.
Sólo sé que aún soy una
mujer con capacidad de amar a los seres humanos. Sé que puedo dar sin pedir
nada a cambio; pero también sé que no tengo que hacer o dar algo para sentirme
bien. Por fin encontré a la mujer que sencillamente soy, con sus miserias y sus
grandezas.
He descubierto que puedo
permitirme el lujo de no ser perfecta, de ser capaz de tener debilidades y de
equivocarme, de no tener que responder a las expectativas de los demás y hasta
hacer algunas cosas que me gustan como leer mucho, escribir a diario, escuchar
con nostalgia las canciones de mi amado canta-autor brasilero Roberto Carlos –
y a pesar de todo ello- seguir sintiéndome bien.
Por si fuera poco,
saberme querida por muchas personas, por mis exalumnos de pregrado y de
postgrado que me respetan y me quieren por lo que soy. Sí, así un poco
irreflexiva, de moral recta, espontánea, todavía soñadora, que cree en el buen
corazón de algunas personas.
También saberme cordial,
conversadora con algunas amistades, saber abrazar y dar un beso al corazón de
los demás y, a veces, por algún motivo triste (porque también tengo mis
momentos tristes, esos cuando pongo mi cara larga y un aire de pensante) me da
por llorar.
Ahora, cuando me miro al
espejo ya no busco a la mujer bonita que fui en la juventud, sonrío a la que
soy hoy, me alegro del camino andado y asumo mis errores. ¡Qué bien no sentir
ese desasosiego permanente que produce correr tras las quimeras! ¡Qué bien que
ya aprendí a tener paciencia! El ser humano tarda mucho en madurar, ¿verdad?
Hoy sé, por ejemplo, que
todos mis seres queridos, mis exalumnos, mis amigos y mis amigas son peregrinos
del mismo camino, que en cualquier momento nos encontramos y nos queremos.
Hoy sé que nadie es
responsable de mi felicidad. ¡Sólo yo! Hoy sé que el viento extiende sus brazos
cuando camino por la calle y que sólo depende de mí el sentir su frescura y su
deleite. Hoy sé que la vida es bella, porque la he visto partir ya muchas
veces.
Hoy vivo la vida así como
es, bonita con su ir y venir, con sus amores y desamores, con sus ratos de
lluvia, con el calor inclemente, con sus puestas de sol, con su ruido
incesante, con sus tardes grises y con sus amaneceres de esplendor. Sólo quiero
dejarla correr. No quiero pedirle nada. Sólo quiero tener lo que yo busque,
sólo quiero disfrutar de lo que yo merezca. ¡Hoy me he dado cuenta que no soy
una mujer invisible!
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